Dejé de mirarte. No fue un descuido, tampoco fue un olvido, y desde luego no fue intencionado. No es que no quisiera, simplemente ya no tenía caso. No estabas. Te había perdido. Como el escurridizo nombre de ese conocido que accidental y brevemente se vuelve a cruzar en tu vida y te hace buscar, a-gó-ni-ca-men-te, el talento interpretativo que oculte la horrible sensación de saberte indiferente ante un nombre y una vida olvidados. Así te había perdido. Un segundo estás conmigo y al siguiente has desaparecido. Mino, rasco, urgo, más profundo, más profundo... Aquí no estás, si supiera al menos por dónde llegaste. Si supiera al menos si acaso llegaste. Dejé de mirarte. Fue sólo un segundo, un segundo solo.